“Homo homini lupus”, el hombre es el lobo del hombre, nos dijo Thomas Hobbes recordando a Plauto, y eso hoy en día es una verdad parcial para algunos, al menos en su vertiente alimenticia.
Porque los hay que reniegan de la esencia carnívora de la especie humana, al igual que otros reniegan de que, cómo cualquier otro mamífero, al nacer somos hembras o machos paridos por una hembra, de la misma forma que nacen los lobos, los tigres o los perros.
Resulta curioso que una época en la que parece que la naturaleza es respetada como nunca, cuando el ecologismo impregna nuestras vidas en todas sus áreas y se utilizan palabros como “sostenibilidad”, sea también el momento en el que desde algunos movimientos o creencias, bendecidos por ellos mismos con el agua bendita de la superioridad moral, se pretenda exterminar lo más natural, lo más ecológico, lo que más merece ser sostenido, la esencia misma del ser humano, de hombres y mujeres, lo que diferencia a uno del otro, y por lo que aquí nos afecta, lo que nos distingue en gran medida del australopiteco, del gorila o de una vaca.
Y esta diferencia básica no es otra de que sómos lo que somos y cómo somos porque comemos carne.
Para desgracia de vegetarianos, veganos y demás “chichafóbicos” es una evidencia científica incontestable el hecho de que la introducción en la dieta de nuestros ancestros de la carne, y el uso de herramientas imprescindibles para ello fue una de las causas más importantes de que la inteligencia surgiera en nuestro cerebro y que los cambios fisiológicos fruto de la distinta masticación nos facilitase el acceso al habla.
La carne literalmente se hizo verbo y habitó entre nosotros, homo sapiens ya.
Pero no sólo es eso lo que en nuestro organismo es reflejo de nuestra carnívora condición.
En efecto los seres humanos tenemos un intestino delgado enorme, de más de diez metros de longitud en una persona adulta. Así que estamos muy bien capacitados para digerir las grasas y las proteínas que abundan en los alimentos de origen animal (carne y pescado) y que escasean en los alimentos vegetales, salvo algunas pocas excepciones.
Tenemos también un colon más corto que el de herbívoros y omnívoros.
Seguimos sin poder digerir la hierba o las hojas de los árboles, pero podemos alimentarnos de algunos vegetales especiales como las frutas, las verduras y las hortalizas, que suelen tener algunas cantidades de almidón y azúcares sencillos que podemos digerir y asimilar. Y ahí se acaba todas nuestras posibilidades de alimentación vegetal natural.
Seguro que alguien ya habrá pensado: ¿Pero qué ocurre con los cereales, las legumbres y las patatas? Pues que nuestro intestino de carnívoros tampoco los puede digerir. ¡Pero si yo los como! exclamará alguno. Ya, pero se necesita recurrir a un truco: calentarlos.
Los cereales, las legumbres y las patatas no los podemos consumir a no ser que los hayamos sometidos al calor mediante alguna forma de cocinado (desde las palomitas de maíz a un cocido). Por este procedimiento modificamos la estructura molecular de los cereales y las legumbres, y neutralizamos algunos agentes tóxicos que contienen, y así permitimos que nuestro aparato digestivo pueda asimilarlos.
Desde estos apuntes de Gastrología honramos a la naturaleza y es por ello que nos declaramos carnívoros y ya sea asada o a la parrilla, gratinada, horneada, estofada, escalfada, guisada o macerada, comer una pieza de carne, del tipo que sea, en su punto, siempre será un placer gastronómico además de un ejercicio de justicia antropológica, nos hace más humanos.
Ya lo dice nuestro refranero: “Pan, vino y carne, crían buena sangre.”
Claro está que nada es del todo igual, más bien casi nada, ahora, que cuando el homo sapiens perseguía antílopes por las llanuras. Nosotros aplicamos el concepto de “bienestar animal” y lo hacemos porque el animal que con su sacrificio nos alimenta, nos sustenta y nos deleita merece el mejor de los tratos a lo largo de su vida y porque así, desde un ángulo egoísta, nos ofrecerá la mejor versión de si mismo.
La representación más gráfica de esta simbiosis la encontramos en nuestro adorado cerdo ibérico, que tras vivir en la libertad de las dehesas, correteando entre bellotas a la sombra de las frondosas encinas nos ofrece el culmen de la perfección para nuestra carnívora condición: el jamón ibérico, ambrosía para el paladar que pide ayuntamiento con su pareja perfecta, el vino.
Y tomo aquí ya mi hatillo para continuar caminando entre fogones y alacenas. Será agradable periplo, porque “con jamón y buen vino se anda el camino”.
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