¿Les gustaría emular a los actores y actrices porno y llenar su boca con un sucedáneo del semen?. Pues si deciden acudir a un restaurante de los denominados de alta cocina, de autor o de cocina molecular, lo conseguirá. Y esto es así porque con casi toda seguridad tomará algún plato que lleve maltodextrina, un carbohidrato que se obtiene de la hidrólisis del almidón, utilizado como espesante y texturizante, que entre otras cosas transforma el aceite en polvo, pero que también se usa en la industria del cine porno para crear un espeso fluido que imita al semen.
Éste es uno de los múltiples elementos artificiales usado en ese tipo de cocina y que a diferencia de los productos alimenticios comercializados, no aparece ni en la carta ni en ningún lugar. ¿Debemos seguir permitiendo que se nos hurte esta información? ¿Debemos mantenernos a oscuras sobre los aditivos usados por los nuevos chefs?. Mi respuesta es clara: NO. Como consumidores y usuarios tenemos todo el derecho a ser informados de qué es lo que nos dan de comer y qué puede afectar a nuestra salud.
La ingesta de maltodextrina, por ejemplo, puede resultar contraindicada en personas con problemas de diabetes y nadie les informa de esta circunstancia.
Glutamato monosódico, lecitina de soja, metilcelulosa, cloruro cálcico, alginato de sodio, nitrogeno líquido, carragenina, todos estos productos y muchos más, forman parte de las creaciones más alabadas de la cocina de vanguardia actual.
Esferificaciones, espumas, aires, tierras, etc. Son técnicas que se basan en el uso de agregados químicos artificiales para conseguir el resultado final. Una oculta y silente procesión que invade nuestro organismo sin que nadie nos advierta, sin etiqueta alguna que nos informe de los ingredientes y aditivos que nos dan a comer.
Ya en el año 2008, el añorado maestro de cocineros Santi Santamaria publicó un libro en el que bajo el título “La cocina al desnudo”, iniciaba un intento de recuperar la cocina natural y propugnaba que ya que no podía evitarse que algunas cocinas pareciesen más que fogones, laboratorios, al menos se exigiese que los comensales fuésemos informados de la composición de los platos que nos ofrecen.
Lógicamente, una tesis de este tipo provocó la airada reacción de los santones de la cocina molecular encabezados por su mesías Ferrán Adriá, máximo exponente de la transformación de la cocina en una rebotica plagada de líquido y polvos mágicos.
Resulta curioso, incluso contradictorio, que en una época en la que se defiende el producto bio y ecológico, sostenible y de proximidad, en la que la guía de las estrellas las entrega ya de color verde para premiar la sostenibilidad de los restaurantes, nadie reclame a la hostelería el control e información sobre la cantidad de elementos artificiales que en gran manera contribuyen a su éxito y a la confección de platos visual u organolécticamente “epatantes”.
Las autoridades responsables del sector y de la salud alimentaria no deberían dejar un día más sin regular estos aspectos de tanta importancia y trascendencia.
Terminamos recordando de nuevo al gran Santi Santamaría cuando decía "Producto y aliño. Ésta es, para mí, la verdad de la cocina" y remataba "Rescatar y actualizar tradiciones en una época donde prima tanta novedad por la novedad puede ser un acto revolucionario".
Desde la clandestinidad de estos Apuntes de “gastrología” lucharemos revolucionariamente por la defensa de la cultura culinaria de base, es decir, la cocina doméstica, más que por la alta cultura culinaria. Y ello es así porque si falla la base, la cúspide de la pirámide culinaria no puede desarrollarse.
Y recuerden queridos lectores: “El aceite de oliva es armero, relojero y curandero”.
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